"¡Magia y Tradición! Celebraciones del Día de Reyes en Cataluña"
La Iglesia Católica conmemora en la festividad de la Epifanía la llegada de los Reyes Magos ante el recién nacido Jesús. Es una celebración de la pureza infantil, de los disfraces fantásticos, y de la esperanza asociada a los regalos. El mismo día se observa, además, la Pascua Militar. Carlos III de Borbón eligió esta fecha para recordar la recuperación de Menorca de las manos inglesas. Desde entonces, todos los monarcas han mantenido esta celebración, poniendo de relieve la preeminencia institucional, política y social del poder militar, que actúa como el brazo armado del rey, y asociándolo con el origen supuestamente divino de su autoridad real. Por esta razón, las cuatro Constituciones borbónicas del siglo XIX proclamaron solemnemente que la figura del Rey es sagrada. La Pascua Militar no celebra una tradición de reyes ficticios, armados únicamente con regalos y cariño, sino que resalta la lealtad guerrera que las fuerzas armadas deben mantener hacia su mando supremo, el rey.
Hoy todavía se celebra aquel rito borbónico castrense y cortesano, de brillantez zarzuelera, que concluye con un discurso del Rey, como mando supremo de las Fuerzas Armadas. Estas, afortunadamente, ya han perdido aquella preeminencia decimonónica que prolongó anacrónicamente el franquismo, y el rey ya no es constitucionalmente sagrado. Es, solamente, “símbolo de la unidad y permanencia del Estado que arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”, según dice la Constitución. Esta difusa e imprecisa función simbólica no se implementa únicamente mediante los actos formales refrendados por el gobierno, según prevé y enumera la Constitución. Hay otras actividades personales del monarca, como alocuciones, frases, gestos, que el gobierno no refrenda ni controla, que también pueden ser percibidas como manifestación de su función simbólica por la opinión pública, valorándolas, razonablemente, de manera dispar.
Ejemplos de esta actividad gestual son las visitas a Valencia tras la dana. Crispada, embarrada, la primera a Paiporta; apacible, familiar, la de Catarroja. El Rey, con atuendo informal de dominguero, pretende, con o sin acierto, simbolizar la cercanía que, según su parecer, demanda la población. Son gestos destinados a dejar en el desván de la historia el ancestral atuendo real de la sagrada persona del rey. Pero cuando recupera su talante de soberano, y asume su cometido de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones, sus consejos a los responsables políticos sobre la moderación y el bien común son tenidos por admonición a los contrarios, nunca por reproche asumible. Todos siguen ofendiéndose y vociferando. Imposible arbitrar o moderar. Y si esto es así con los responsables del poder legislativo y ejecutivo, aludidos por el monarca, peor es aún con una institución del Estado que tanto necesitaría el arbitrio y la moderación, y a la que ni siquiera alude: el Poder Judicial. Su cúpula, constituida en árbitro único, supremo e inapelable de los legisladores y de las leyes, las interpreta, rectifica o inaplica según sus parámetros de moderación y desproporción, arrogándose una infalibilidad casi pontificia, casi divina. Así, cuanto más el monarca procura alejarse de su historia sacralizada, la cúpula judicial parece procurar atribuirse una intangibilidad suprareal, sobrenatural.